jueves, 28 de octubre de 2010

Carta 2

Publicado por Luis
(Mi anhedonía y la Gestalt II)

 Parece que sigues creyendo que los porqué sirven para algo!

    Bueno, en realidad, para algo sirven…
        Sirven para dar explicaciones…
            Para justificarme…
                Para no responsabilizarme de mis cosas…
                    Para esconderme detrás de las palabras…
                        Para excusarme…
                            Para evitar mi sentir…
                                Para relativizar mi presente a mi pasado…
                                    Para no vivir aquí y ahora.

  ¡Qué diferencia encuentro entre el casi siempre sospechoso “¿por qué?” y las preguntas más constructivas: “¿cómo?”, “¿qué?”, “¿cuándo?”, “¿para qué?”!

  A veces, pienso que el porqué se ha vuelto un vicio para el psicoanálisis, que en su eterno retornar al pasado termina pareciéndose demasiado a la arqueología. Una gran construcción teórica, muchas veces fantasiosa, basada en suposiciones y en “hallazgos” que alimentan tales suposiciones.
  -¿Cómo “suposiciones”? ¡La historia es una realidad! Yo no nací esta mañana, y mi conducta es el resultado de muchos hechos del pasado. América y todo lo que contiene no se materializó de la nada; existe aun antes de ser descubierta en 1492.
  -Bueno. Demuéstrame que existió realmente 1492.
  -Te podría mostrar libros que datan de entonces…
  -¿Sería una prueba fehaciente?
  -Bueno… prueba, prueba, no. Me podrías decir que no sabes cuándo fueron escritos esos libros…
  -Así es. Pero vengamos más cerca, ¿qué podrías hacer para demostrar que existió el mundo hace cien años?
  -Te puedo mostrar fotos, recortes de diarios, ropas…
  -¿Lo mismo que harías si tuvieras que demostrar tu existencia?
  -Lo mismo. Aunque para eso tengo mis recuerdos.
  -Bien. Intenta pensar el mundo tal como lo conoces; el mundo con todo lo que contiene, incluyendo ruinas, fotografías, libros e incluso tu propio recuerdo… este mundo que lo incluye todo es real, es aquí y es ahora. ¿Podríamos acaso demostrar certeramente, sin lugar para la más mínima duda, que este mundo no fue creado hace cinco minutos?
  -La pregunta me confunde. Demostrar, creo que no ¡pero todavía tengo mis recuerdos!
  -En primer lugar, tus recuerdos podrían ser falsos recuerdos, podrían haber sido inducidos de manera artificial. Algunos biólogos están trabajando hoy en traspaso de memoria de un ser vivo a otro. Se sabe desde hace décadas que una sencilla operación de neurocirugía podría eliminar el recuerdo de partes enteras de la memoria de cualquiera de nosotros. Es decir que, en última instancia, nuestro pasado es una suposición, una fantasía, una explicación de cómo los hechos llegaron a ser los actuales.


Nietzsche cuenta que la memoria y el orgullo discutían: la memoria sostenía que así había sucedido; y el orgullo que no podía haber sucedido así. Se miraron... ¡Y la memoria se dio por vencida!
  Además tus recuerdos son aquí y ahora. No allí y entonces.
  El recuerdo es útil, es cierto. A veces es útil.

  Pero no lo es cuando apoyo mi vida en él.
  Cuando dependo de él.
  Cuando digo: “A mí me lo enseñaron así…”.
  “Siempre lo hice así…”
  “En mi casa era así…”

Un ejemplo de Thomas Harris:

ACTO PRIMERO

En casa de la pareja.

La esposa ha cocinado un hermoso jamón al horno para su marido, por primera vez –por primera vez el jamón, no el marido…

ÉL (Lo prueba.): -Está exquisito. ¿Para qué le cortaste la punta?
ELLA: -El jamón a horno se hace así.
ÉL: -Eso no es cierto. Yo he comido otros jamones asados y enteros.
ELLA: -Puede ser, pero con la punta cortada se cocina mejor.
ÉL: -¡Es ridículo! ¿Por qué?
ELLA (Duda.): -Mi mamá me lo enseñó así…
ÉL: -¡Vamos a casa de tu mamá!

ACTO SEGUNDO

En casa de la madre de Ella.

ELLA: -Mamá, ¿cómo se hace el jamón al horno?
MADRE: -Se adoba, se le corta la punta y se mete en el horno.
ELLA (A Él.): -¡¿Viste?!
ÉL: -Señora, ¿y por qué le corta la punta?
MADRE (Duda.): -Bueno… El adobo, la cocción… ¡Mi madre me lo enseñó así!
ÉL: -¡Vamos a casa de la abuela!

ACTO TERCERO

En casa de la abuela de Ella.

ELLA: -Abuela, ¿cómo se hace el jamón al horno?
ABUELA: -Lo adobo bien, lo dejo reposar tres horas, le corto la punta y lo cocino al horno lento.
MADRE (A Él.): -¡¿Viste?!
ELLA (A Él.): -¡¿Viste?!
ÉL (Porfiado.): -Abuela, ¿para qué le corta l punta?
ABUELA: -Hombre, ¡le corto la punta para que pueda entrar en el horno! Mi horno es tan chico…

Cae el telón.

  El ejemplo es, para mí, gráfico y concluyente.
  Ahora el problema cambia: ¿cómo diferencio el recuerdo útil de la estupidez? ¿Cómo separo el aprendizaje y la experiencia, del prejuicio (etimológicamente: juicio-previo)?
  Quizá éste sea el más trascendente de los desafíos para quienes intentamos vivir nuestras vidas en conexión con el aquí y ahora.
  Me doy cuenta de que sólo puedo aportar algunos elementos:

a) La experiencia se vive en forma global, por toda la persona (holísticamente, como diría Fritz Perls). El prejuicio es sólo intelectual.

b) La experiencia puede cuestionarse en forma permanente, sin conflictos. El prejuicio es concluyente, no admite revisiones.

c) La experiencia me conecta con el episodio que vivo. El prejuicio es evitador.

d) En resumen: la experiencia enriquece a mi campo sensible, mi sentir, mi vivenciar, mi imaginar… el prejuicio me achica, me encapsula.

  El prejuicio es, en una palabra, un condicionamiento.

  Volvamos al principio. Si la idea de salud incluye la de libertad, no podemos hablar de terapia sin pensar en nuestros condicionamientos culturales, educativos, sociales.
[...]
  No dudo de que la intención de casi todos los terapeutas sea desacondicionar. Devolver al individuo su libertad, su capacidad de decidir, de actuar, de vivir… en última instancia, que recupere su capacidad de elegir.
  Elegir y hacerse responsable de la elección.
  Estoy hablando de ELEGIR. No de optar. No de descartar las alternativas indeseables y quedarme con el resto.
  Ante un sendero que se bifurca en dos caminos… uno de terciopelo y otro de espinas. Si voy por el de terciopelo porque las espinas me daña, y tú vas por el mismo porque la suavidad del terciopelo te fascina: tú eliges, yo opto.
  Me desperdigo…
  Cuando avalo mis actitudes en una orden de mis padres, en una imposición moral, en un concepto social o en un precepto religioso, no me estoy haciendo responsable de lo que hago (“Después de todo –me miento- el que obedece nunca se equivoca”).
  En cambio, cuando soy un adulto, cuando soy yo mismo, cuando no me engaño, no puedo seguir teniendo padres, moral, sociedad y religión, pero no necesito explicar ni refugiarme en ellos.
  Elijo y me hago responsable de lo que elijo.
  Ya que estamos en esto, te pido que pongas especial atención en este punto. Soy responsable de todo lo que elijo y, por lo tanto, responsable en absoluto de todo lo que hago y de todo lo que digo, aunque también lo soy de todo lo que, voluntariamente, dejo de hacer y de las consecuencias de no haberlo hecho. Y, sin embargo, no soy responsable de lo que siento ( de lo que hago con lo que siento, pero no de lo que siento). Porque esto que siento no lo elijo yo, porque no hay nada que yo pueda hacer para sentir algo diferente de lo que siento. […]

*Tomado del libro: Cartas Para Claudia de Jorge Bucay

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